No corren buenos tiempos para la libertad de expresión,
que se reclama de forma contundente cuando alguien quiere insultar al rey o
quemar una bandera de España pero que, sin embargo, aparece coartada,
condicionada, limitada o como se quiera decir y no solo desde el poder, sino a
través de instancias más domésticas, incluyendo la abundancia de aspirantes al
cargo de inquisidor, seres vigilantes que ponen el grito en el cielo en cuanto
una palabra, una frase, un gesto o una imagen vienen a alterar el sentido
sacrosanto que ellos tienen del orden establecido.
Ello es especialmente aplicable a quienes escriben
-escribimos- en periódicos de papel o en cualquiera de los modernos sistemas de
difusión de ideas, pensamientos y noticias, pero parece que en estos casos la
libertad de expresión debe quedar condicionada a lo que decida el tribunal
justiciero de los censores inquisitoriales. Como en los buenos tiempos.
Se están produciendo muchos ejemplos. El de Javier Marías
a cuenta de su último artículo en el semanal de El País ha sido muy sonado. Probablemente, en este caso y en todos
los que se puedan traer a colación, no todos los lectores están totalmente de
acuerdo al cien por cien con lo que dice el articulista, pero ello no es motivo
suficiente para denigrarlo, insultarlo o llegar prácticamente a pedir su
cabeza, pues en eso consisten las apelaciones furibundas a pretender del
periódico que deje de publicar los trabajos de este o aquel escritor. Pero, en
el caso que nos ocupa, el razonamiento de Marías, a cuenta de las estupideces que
están circulando por un estúpido feminismo que anda confundiendo unas cosas con
otras, estaba muy puesto en razón y es coincidente con lo que pensamos muchas
otras personas.
Pero aparte el punto concreto, se puede aplicar (y es
conveniente recordarlo en tiempos tan confusos) la máxima atribuida a Voltaire:
“Estoy en desacuerdo con lo que usted dice, pero defenderá hasta la muerte su
derecho a decirlo”, según cuenta la biógrafa del filósofo francés Evelyn
Beatrice Hall, y que Winston Churchill ayudó a difundir en una célebre polémica
en el Parlamento británico, respondiendo a un colega de la oposición que estaba
sacando los pies del tiesto.
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