jueves, 10 de agosto de 2017

LA MIRADA DE ZÓBEL SOBRE CUENCA



            
El inicio del mes de junio suele estar marcado cada año por el nombre (su recuerdo) de Fernando Zóbel. Murió el día 2, en Roma, en 1984; tres años antes, el 5 de junio de 1981, entregó su colección, la del Museo de Arte Abstracto, a la Fundación Juan March, en lo que fue una decisión que disgustó a los políticos locales de entonces pero que fue de una clarividencia asombrosa, porque con ese gesto garantizó la pervivencia de su legado que, de haber caído en manos municipales, estaría en el mismo sitio en que hoy se encuentran los de Juan Zavala o Raúl Chávarri o Manuel Real Alarcón o Pedro Mercedes, o sea, almacenados en oscuros depósitos, invisibles para todo el mundo.
           


Han pasado ya 33 años y sin embargo la figura de Zóbel sigue planeando con total vigencia sobre el arte español (su obra se revaloriza por días) pero, sobre todo, en cuanto interesa a nuestra visión localista, en torno a Cuenca. Esto no es frecuente. Soy consciente de que los seres humanos, una vez que cumplen con su periodo vital, pasan casi de inmediato al olvido. Podemos constatarlo intentado recordar a figuras de más o menos relieve, escritores o artistas, muertos hace apenas unos meses o un par de años, cuya memoria se ha diluido por completo, arrastrada por esa corriente impetuosa que solo da vigencia a lo más inmediato, a lo que está de moda. No es el caso de Zóbel y eso me parece verdaderamente notable.
            Una muestra de la vigencia de Zóbel y de su mirada sobre Cuenca la encontramos en un hecho reciente, casi anecdótico. Hace unas semanas apareció en el escaparate de una librería de Cuenca un título rescatado de las sombras difusas del tiempo: Cuenca. Sketchbook of a Spanish Hill Town, sin identificación de autor aunque el delicioso trazo del dibujo incluido en la portada permite adivinar fácilmente a quien se debe la obra. Entre mis pequeños tesoros bibliográficos está la dedicatoria que me firmó Zóbel en la edición original: “Para José Luis en el estudio el 12 de enero 1976”. Lo había editado la Harvard College Library en 1970 y ahora reaparece en edición facsímil impulsada por la Fundación March. No tengo la menor idea de cuántos habitantes de esta ciudad conocían este libro, una auténtica joya, pero imagino que pocos, por lo que no me importa recomendar calurosamente a quienes no lo tengan que busquen ahora esta reedición (la original se agotó hace lustros) y disfruten con ella.
            El texto introductor, breve, está en un inglés muy asequible, pero lo realmente valioso e interesante son los deliciosos dibujos de Zóbel, la mayoría en suave línea negra pero algunos de ellos coloreados y acompañados todos de un breve comentario personal que no solo ayuda a entender a la persona sino también su visión de la ciudad que voluntariamente eligió para vivir. Observa las calles, los rincones, las personas. Su imagen de la plaza entonces de Cánovas, sin el Nazareno pero con el Pastor de las Huesas del Vasallo, le merece este comentario: “La plaza, con el monumento al pastor, y encima, el hospital de Santiago. Lo verdaderamente característico son los conquenses paseándose por el centro de la calle Carretería”. Dibuja Zóbel, sobre todo, los rincones de la parte alta, y con su trazo nos devuelve las imágenes de una ciudad perdida, adormecida ya en la memoria, desconocida para quienes han venido después: “La casa de Antonio Saura en la calle de San Pedro. A la izquierda el estudio (con una raja de arriba hasta abajo que ahora la está arreglando Emilio), en medio el patio con jardín, y a la derecha, la casa propiamente dicha. La que sigue es la de Ángeles Gasset”.
            Están también los interiores de algunas casas, de la suya propia, o de los sitios que frecuentaba y lo describe no solo con la minuciosidad del dibujo sino también de la palabra, tan querida y tan bien tratada por el artista. “Nuestro comedor en el restaurante Baviera. Antes esto era un almacén de botellas que tenía Pepe. Le pintamos las paredes de chocolate, el suelo de naranja tostado y las puertas blancas. Y luego colgamos carteles de exposiciones. Yo le regalé unos tarros de farmacia para las flores y le pintamos las sillas de negro. El teléfono sobra, pero qué le vamos a hacer?”.

            Entrañable Fernando Zóbel e inmensa su capacidad, para con tan limpios y sencillos elementos (unos dibujos, unas palabras)  ofrecernos un considerable contenido descriptivo, urbanístico y sentimental de esta ciudad.

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