Durante unos días, la austera, fría,
antipática Plaza de España, ese lugar céntrico de Cuenca que llamamos con ese título
aunque ni una sola placa proclama tal cosa, por lo que bien podríamos dudar de
que efectivamente se llame así o quien sabe si de cualquier otro modo, pero llámase
como quiera (y yo creo que, efectivamente, es Plaza de España) estos días que
ya han pasado se convierte en una floristería provisional, pasajera, encargada
de cumplimentar un solo propósito: vender flores para los muertos. No busquen
allí rosas rojas propias de enamorados apasionados ni otro tipo de florituras
artísticas que puedan servir para demostraciones de alegría, cortesía,
elegancia o fiesta. Los días de los muertos se llenan con claveles, gladiolos,
crisantemos y cosas por el estilo, porque en esto, como en todo, hay un ritual,
que debe cumplirse a rajatabla. Y se hace, por más que sabemos perfectamente
que el destinatario de este mensaje floral no va a reaccionar de ningún modo:
incluso aunque no le gusten las flores, las recibirá sobre su tumba, quiera o
no quiera.
Leo que en los cementerios de las
grandes ciudades ya no se consumen flores naturales, porque las roban nada más
depositarlas. Creo que tan perversa, rastrera costumbre aún no ha llegado a
esta ciudad nuestra, a pesar de ser un fácil receptáculo de todas las
novedades, cuanto más necias mejor (por ejemplo, bañarse en la fuente de este
misma plaza de España, si el equipo de fútbol, por casualidad, consigue un buen
resultado). Por aquí, compruebo estos días, llevar flores a los muertos sigue
alimentando el ánimo doliente de los familiares que siguen vivos.
Y eso que el motivo que justificó la
implantación de estos obsequios florales ya no existe, porque en estos bien
higienizados tiempos nuestros los cadáveres no huelen y por tanto no necesitan
ser mejorados por los efluvios agradables de las flores, esa grata compañía con
la que hacemos ramos vistosos para acompañar a la mujer recién parida, o
enviamos centros artísticamente elaborados con cualquier motivo feliz, o
sencillamente una flor solitaria que, desde su silencio cromático y oloroso
habla más y mejor que todo un discurso.
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