Cansinamente, a regañadientes, sin querer aceptar la
certeza de lo inevitable, la ciudad vive sus últimos días de terrazas al aire
libre. Para un sitio como Cuenca, sometido durante no menos de nueve meses al año
(a veces, más) a los rigores de un invierno implacable, la llegada de la calma
veraniega, no digo ya de los excesos calenturientos de este año, sirve de
desahogo colectivo y ello explica el apasionamiento con que muchos se lanzan a
disfrutar diariamente del placer de poder estar en la calle, asumiendo como
obligación diaria pasar unos buenos ratos, ya sea por la mañana, al mediodía o
al caer la tarde, en las múltiples terrazas que como setas surgen hasta en
rincones inverosímiles, incluso ingratos, de los que me hacen pensar en qué
tipo de placer (salvo el de fumar) puede encontrarse ocupando sitios tan inhóspitos
como los elegidos por algunos bares. Son excepcionales, desde luego. Al lado de
ellos, la Plaza Mayor o Carretería, dos de lugares más zarandeados que pueden
encontrarse en estos andurriales vienen a ser remansos de disfrute. Comprendo
que los bares hayan optado por tener disponibles las terrazas durante todo el
año, por si acaso suena la flauta y entre los fríos que nos esperan surge un
rayo de sol que anime a volver a ocupar esos espacios. Estamos en septiembre y,
en contra de costumbres seculares, las terrazas siguen estando vivas, agotando
sus últimos días de esparcimiento. Es un símbolo, uno de los elementos característicos
de esta ciudad singular.
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