En el trance de la despedida a Ismael Barambio surge en mi
memoria, de manera inamovible, la imagen del niño que fue, con una guitarra más
grande que él, llenando ambos un gran escenario, ante un público atento,
silencio, incluso devoto. Los periodistas, entonces (¡qué distinto era aquél
periodismo, aquella forma de seguir la información!) acudíamos puntualmente a
cada cita con el niño Ismael, luego con el joven Ismael, y transmitíamos a la
ciudadanía sus progresos, sus avances, la forma rigurosa en que iba obteniendo
el reconocimiento generalizado. No se si alguna vez alguien le aplicó el
calificativo de “niño prodigio” pero si lo hizo se equivocaba: nada hubo en
este caso de prodigioso, sino de trabajo constante, metódico, seguramente duro,
porque todo en el aprendizaje y más en el musical, exige una dura disciplina en
la que no cabe descanso alguno y se bien lo que digo, por casos notabilísimos
que he conocido. Llevado primero de la mano por su padre, otro símbolo de la
cultura musical conquense y luego dirigido por prestigiosos maestros, Ismael
fue avanzando en ese camino en el que no cabe descanso, sino entrenamiento
constante, ensayos inagotables, conciertos cada vez más exigentes. Tengo ante
mí ahora una crítica de Fernando Ruiz Coca, del año 1985, que nos puede ayudar
a comprender cómo era aquel joven músico que ya empezaba a despuntar: “La muy completa técnica de Barambio le
permite destacar pulcramente los planos polifónicos, realizados por los
variados timbres que obtiene del instrumento, con una dicción clara y distinta.
Todo ello confluye a su cualidad fundamental: la musicalidad más viva,
conscientemente cultivada, que da a cada frase, a cada nota, su sentido”. Lo
dice un experto y yo no podría hacerlo mejor. Tuve la satisfacción de ofrecer a
Ismael su primer y único concierto en el Auditorio de Cuenca, el 21 de noviembre
de 1998 y estuvo francamente extraordinario, con aquella capacidad que solo los
grandes artistas tienen de ser capaces de llenar un escenario con su sola
presencia, con un programa durísimo y exigente, que arrancó con una versión
musicada de las Cantigas de Alfonso X el Sabio. Ismael se ha muerto dejando
pendiente una deuda (suele suceder: la muerte no espera nunca a que se cumplan
los propósitos personales). Quería preparar una conferencia-concierto para
impartir en uno de los martes que la Real Academia dedica a cuestiones
culturales, que hubiera sido, además, su reencuentro con el público conquense,
después de mucho tiempo de forzado alejamiento. Todo eso pasa ya a la historia
y a los recuerdos. De ese lugar, llamado también archivo, extraigo esta foto
del joven Ismael, cuando tenía ante sí el mundo entero, sin límites ni sombras.
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