martes, 19 de mayo de 2015

SILENCIO EN LA SALA


En el trance de la despedida a Ismael Barambio surge en mi memoria, de manera inamovible, la imagen del niño que fue, con una guitarra más grande que él, llenando ambos un gran escenario, ante un público atento, silencio, incluso devoto. Los periodistas, entonces (¡qué distinto era aquél periodismo, aquella forma de seguir la información!) acudíamos puntualmente a cada cita con el niño Ismael, luego con el joven Ismael, y transmitíamos a la ciudadanía sus progresos, sus avances, la forma rigurosa en que iba obteniendo el reconocimiento generalizado. No se si alguna vez alguien le aplicó el calificativo de “niño prodigio” pero si lo hizo se equivocaba: nada hubo en este caso de prodigioso, sino de trabajo constante, metódico, seguramente duro, porque todo en el aprendizaje y más en el musical, exige una dura disciplina en la que no cabe descanso alguno y se bien lo que digo, por casos notabilísimos que he conocido. Llevado primero de la mano por su padre, otro símbolo de la cultura musical conquense y luego dirigido por prestigiosos maestros, Ismael fue avanzando en ese camino en el que no cabe descanso, sino entrenamiento constante, ensayos inagotables, conciertos cada vez más exigentes. Tengo ante mí ahora una crítica de Fernando Ruiz Coca, del año 1985, que nos puede ayudar a comprender cómo era aquel joven músico que ya empezaba a despuntar: “La muy completa técnica de Barambio le permite destacar pulcramente los planos polifónicos, realizados por los variados timbres que obtiene del instrumento, con una dicción clara y distinta. Todo ello confluye a su cualidad fundamental: la musicalidad más viva, conscientemente cultivada, que da a cada frase, a cada nota, su sentido”. Lo dice un experto y yo no podría hacerlo mejor. Tuve la satisfacción de ofrecer a Ismael su primer y único concierto en el Auditorio de Cuenca, el 21 de noviembre de 1998 y estuvo francamente extraordinario, con aquella capacidad que solo los grandes artistas tienen de ser capaces de llenar un escenario con su sola presencia, con un programa durísimo y exigente, que arrancó con una versión musicada de las Cantigas de Alfonso X el Sabio. Ismael se ha muerto dejando pendiente una deuda (suele suceder: la muerte no espera nunca a que se cumplan los propósitos personales). Quería preparar una conferencia-concierto para impartir en uno de los martes que la Real Academia dedica a cuestiones culturales, que hubiera sido, además, su reencuentro con el público conquense, después de mucho tiempo de forzado alejamiento. Todo eso pasa ya a la historia y a los recuerdos. De ese lugar, llamado también archivo, extraigo esta foto del joven Ismael, cuando tenía ante sí el mundo entero, sin límites ni sombras. 

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