sábado, 18 de abril de 2015

PINTA A GUSTO PERO PINTA BIEN




No hay concordia de opiniones sobre la bondad y mérito (o lo contrario) de las pintadas callejeras conocidas genéricamente como grafitis. Existen apóstoles de esa costumbre encantados con razonar y explicar los méritos de que algún espontáneo armado de elementos tan inocentes como un spray o un bote de pintura utilice cualquier tapia que esté al alcance de su mano para dejar en ella ejemplos de su capacidad creadora, pero también se encuentran los contrarios, quienes consideran que tal actividad es un peligro público y una muestra desconsiderada de incivismo, al estropear y ensuciar espacios urbanos que deberían, piensan, quedar impolutos. Probablemente, unos y otros tienen razón, si atendemos a que estas opiniones se emiten de forma tajante, sin introducir variables correctoras. Empecemos por apreciar el valor de estas tapias, muros o paredes, en muchos casos auténticamente cochambrosas, situadas en espacios urbanos claramente deteriorados, a los que un toque de color imaginativo e incluso una frase ingeniosa, vienen a dignificar. Por ejemplo, esta que he elegido para ilustrar el comentario. ¿No es poéticamente conmovedora, dentro de su inocencia juvenil? Esos grafitis son meritorios, podríamos llegar a coincidir, pues en tales casos los espontáneos pintadores vienen a corregir el abandono de los propietarios del lugar elegido. Las discrepancias surgen cuando la pintada recae sobre la fachada de un edificio normal y más aún si el mensaje tiene un contenido soez, de mal gusto, feo. Y, desde luego, donde esas actuaciones son verdaderamente reprobables es cuando se ejercitan sobre un edificio monumental, que debería merecer un respeto general, no una pintada, sea de buen o mal gusto. El problema de fondo es que como se trata de una actividad espontánea y libre, mejor aún, ejercitada con nocturnidad y a espaldas de cualquier autoridad vigilante, no parece fácil establecer una normativa dirigida, controlada. Al menos, esa es mi opinión, que no es la del Ayuntamiento de Cuenca que, impulsado por el mejor de los propósitos y convencido de que todo el mundo es bueno, pone en marcha un programa al que ha titulado Cuenca, happy walls (seguramente, piensa que ese anglicismo tiene mejor sonido que su equivalente hispánico, Cuenca, muros felices) con el que se propone actuar de manera ordenada llevando arte urbano a diversos puntos de la ciudad que consideran son monumentos a la fealdad por el deterioro galopante que ofrecen, sobre todo en cuestión de tapias y paredes. O sea, el grafiti desarrollado de manera científica y con las bendiciones oficiales. Desde el escepticismo crónico al que me conducen mis años miro con benevolencia la inocente política municipal aplicada a este asunto, a falta de otros de mayor enjundia y menos populistas. En fin, qué le vamos a hacer: son frutos híbridos de estos tiempos que nos han tocado.



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