No hay concordia de opiniones sobre la bondad y mérito (o lo
contrario) de las pintadas callejeras conocidas genéricamente como grafitis.
Existen apóstoles de esa costumbre encantados con razonar y explicar los
méritos de que algún espontáneo armado de elementos tan inocentes como un spray
o un bote de pintura utilice cualquier tapia que esté al alcance de su mano
para dejar en ella ejemplos de su capacidad creadora, pero también se
encuentran los contrarios, quienes consideran que tal actividad es un peligro
público y una muestra desconsiderada de incivismo, al estropear y ensuciar
espacios urbanos que deberían, piensan, quedar impolutos. Probablemente, unos y
otros tienen razón, si atendemos a que estas opiniones se emiten de forma tajante,
sin introducir variables correctoras. Empecemos por apreciar el valor de estas
tapias, muros o paredes, en muchos casos auténticamente cochambrosas, situadas
en espacios urbanos claramente deteriorados, a los que un toque de color
imaginativo e incluso una frase ingeniosa, vienen a dignificar. Por ejemplo,
esta que he elegido para ilustrar el comentario. ¿No es poéticamente
conmovedora, dentro de su inocencia juvenil? Esos grafitis son meritorios,
podríamos llegar a coincidir, pues en tales casos los espontáneos pintadores
vienen a corregir el abandono de los propietarios del lugar elegido. Las
discrepancias surgen cuando la pintada recae sobre la fachada de un edificio
normal y más aún si el mensaje tiene un contenido soez, de mal gusto, feo. Y,
desde luego, donde esas actuaciones son verdaderamente reprobables es cuando se
ejercitan sobre un edificio monumental, que debería merecer un respeto general,
no una pintada, sea de buen o mal gusto. El problema de fondo es que como se
trata de una actividad espontánea y libre, mejor aún, ejercitada con
nocturnidad y a espaldas de cualquier autoridad vigilante, no parece fácil
establecer una normativa dirigida, controlada. Al menos, esa es mi opinión, que
no es la del Ayuntamiento de Cuenca que, impulsado por el mejor de los
propósitos y convencido de que todo el mundo es bueno, pone en marcha un
programa al que ha titulado Cuenca, happy
walls (seguramente, piensa que ese anglicismo tiene mejor sonido que su
equivalente hispánico, Cuenca, muros
felices) con el que se propone actuar de manera ordenada llevando arte
urbano a diversos puntos de la ciudad que consideran son monumentos a la fealdad
por el deterioro galopante que ofrecen, sobre todo en cuestión de tapias y
paredes. O sea, el grafiti desarrollado de manera científica y con las
bendiciones oficiales. Desde el escepticismo crónico al que me conducen mis
años miro con benevolencia la inocente política municipal aplicada a este
asunto, a falta de otros de mayor enjundia y menos populistas. En fin, qué le
vamos a hacer: son frutos híbridos de estos tiempos que nos han tocado.
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