Martes, 17 de marzo
Nos llega ahora una nueva entrega de la obra dramática de
Carlos Molina, aquel extraordinario personaje afincado en el mundo de la
cultura clásica y, sin embargo, con firmes raíces en la modernidad,
desaparecido sin haber tenido tiempo de llegar siquiera a los 50 años de edad.
Perteneció a un colectivo ciertamente curioso y en verdadero trance de
extinción, el de los profesores de griego ejerciendo como catedrático en el
instituto Hervás y Panduro de Cuenca, al que llegó tras un breve paso por el de
Motril. No se cual pudo la influencia o trascendencia del docente en sus
alumnos, pero sí sabemos todos la que ejerció en el ambiente siempre indeciso y
tembloroso del teatro hecho en Cuenca, al que se dedicó con el mejor de los
entusiasmos, tanto en el seno del centro académico como, sobre todo, en el
impulso del grupo Agón que él creó en 1985 y mantuvo con singular y encomiable
empecinamiento. A pesar de su vocación natural por la tragedia y la comedia
clásicas no desdeñó en absoluto la inmersión en territorios contemporáneos
(Dürrenmatt, Nieva, García Calvo), que siguieron los pasos iniciados con la
Lisístrata, de Aristófanes, la primera obra que dirigió. Carlos Molina escribió
tres obras teatrales, que no se editaron en vida pero que han ido viendo la luz
de la imprenta de manera sucesiva. Primero fue El juicio, luego El
retablillo del abate Orate y ahora Comedia
mojiganga y paso de Sant’Urnina y Sant’toficio, editadas todas ellas por la
Diputación provincial. Como se deduce del título, nos encontramos ante una
reconstrucción de estilos extraídos de la estructura teatral de los siglos de
oro, donde la técnica de la mojiganga ofrecía a los espectadores un escenario
donde tenían cabida la burla, el descaro, la crítica (sí, entonces se podía
criticar al poder incluso con la mayor crueldad imaginable) en un estilo
festivo, alegre, susceptible de aceptar junto al verso la música y la danza,
matices expresivos que Carlos Molina maneja con la soltura del que no solo
conoce la teoría de la técnica teatral clásica sino también los mecanismos y
artificios del montaje según la óptica contemporánea. Leer esta mojiganga es
una delicia que debería encontrar su adecuado complemento visual en un
escenario, experiencia que, estoy seguro, resultaría extraordinariamente
satisfactoria. Pero me temo que esto no es más que una posibilidad cercana a la
utopía.
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