jueves, 25 de septiembre de 2014

LA VACA ES INOCENTE



            Es viejo el tema, el debate, la discrepancia entre cantidad y calidad. Muchas bromas (y también comentarios ingeniosos) se han hecho a cuenta de ese dilema, aplicándolo a las habilidades sexuales del género masculino. No puedo evitar caer en ese tópico cuando oigo a los voces municipales conquenses mostrar su enorme satisfacción por las multitudes (20.000 personas, dicen, los muy insensatos, sin detenerse a medir la superficie del espacio ni el necesario ocupado por cada ser humano) aglomeradas estos días a cuenta de la vaquilla de San Mateo. A eso, parece, se reduce la cuestión: a que haya mucha gente. Acostumbrados como están a medirlo todo en votos, o sea, en números, no entienden los matices, a veces sutiles, que deberían aplicarse a las cosas humanas y más aún si se trata de comportamientos sociales, mensurables no en cifras, sino en cualidades.
            Porque en ese balance triunfal y triunfalista, tan satisfactorio, no se dice nada de lo demás que acompaña a la fiesta, que en tiempos fue popular, amable, divertida y participativa y hoy es lo que es. No se dice nada de la ingente cantidad de porquería acumulada en las calles, ni de la exhibición de borracheras juveniles (recordemos las normas dictadas por el mismo municipio sobre el consumo de alcohol en la vía pública), ni del pésimo gusto patente en unos comportamientos que no tienen mucho de ejemplares, ni, en definitiva, del gravísimo deterioro producido en este maltratado casco antiguo de Cuenca, víctima inocente de un despropósito tras otro, sin que haya una explícita reacción social colectiva ni menos aún, creo yo, conciencia en los propios regidores sobre lo que están haciendo (o dejando hacer, que aún es peor) con la desgraciada ciudad.
            La demagogia manda ante la necesidad, inherente a todo político, de satisfacer las exigencias populares, cualesquiera que sean, sin aplicarles ningún tipo de control, corrección o cualquier mecanismo que pudiera reconducir los desmanes hacia el sentido común, la elegancia, la belleza, el respeto y todo aquello que aprendimos en la escuela en años tan lejanos como olvidadas son esas virtudes sociales.
            Esta hubiera sido una buena ocasión para que quienes tienen que decidir sobre la petición temeraria de que la fiesta reciba una declaración especial de valores turísticos vinieran a ver lo que realmente pasa, no en la fiesta en sí mismo (la pobre vaquilla no tiene la culpa) sino en su degradado entorno. Los turistas que había aquí esos días (conocí a dos de ellos) simplemente estaban desconcertados y deseando salir huyendo de una ciudad incómoda e ingrata, con los museos cerrados, las calles taponadas y malolientes, con vómitos y porquería por todos los rincones. Buenos méritos para recibir una declaración de interés turístico.
            Claro que también los criminales partidarios del toro de la Vega pretenden conseguir ser incluidos en la lista del Patrimonio Mundial. Igual lo consiguen y allí nos veremos todos.



LOS CANDADOS DEL AMOR EN SAN PABLO



            Probablemente todo el mundo sabe lo que es un candado, ese artilugio ciertamente ingenioso, de variables dimensiones, que sirve lo mismo para cerrar una maleta, un portón sin cerradura, una tapia alambrada o la taquilla de un vestuario. Pese a su utilidad, se trata de un invento relativamente moderno, pues fue a finales del siglo XVII cuando lo inventó un sujeto escandinavo llamado Federico Javier Pitton, que poseía una fábrica de materiales metálicos en la que elaboraba productos varios, a los que unió el candado, bien distinto de los modelos que hoy conocemos. Pero claro, no es cosa de hacer aquí una docta historia sino comentar la curiosa utilidad que los jóvenes del siglo XXI le han encontrado y que ya se encuentra presente en Cuenca, en el más emblemático de nuestros puentes, el de San Pablo.
            Por algún motivo misterioso, los enamorados gustan de proclamar a los cuatro vientos la etérea situación anímica en que se encuentran. Nadie quiere llevar el enamoramiento en la intimidad, sino que es conveniente lanzarlo al conocimiento general para que todo el mundo pueda compartir tan placenteras sensaciones que, en el inicio embobado quieren que dure toda la eternidad. Un método histórico fue el de grabar nombres o iniciales en las cortezas de los árboles, en muchos casos con la compañía de un bonito corazón. Luego aparecieron los graffitis embadurnando tapias y paredes. Hay quienes prefieren elaborar llamativas pancartas, sobre todo si se trata de anunciar la próxima boda y la cuelgan donde pueden. Los métodos y variedades son diversos, según la capacidad imaginativa de cada cual.
            La moda, ahora, es colocar candados en los puentes. Que lo hagan los naturales del lugar entra dentro de la normalidad, pero ¿y los turistas? Me imagino a esas jóvenes parejas de enamorados transportando en la mochila o la maleta el candado que van a anudar a las barandillas del puente de San Pablo y, lo que es más llamativo, junto con un taladro mecánico, puesto que muchos de ellos precisan de hacer un agujero previo. Cosa tan prosaica para un objetivo tan poético es realmente original.
            Parece que debe adjudicarse al escritor romántico Federico Moccia (al que ni he leído ni tengo intención de hacerlo) el invento de la costumbre, al hacer que dos de sus protagonistas en la novela Tengo ganas de ti (también llevada al cine) engancharan un candado a una farola del puente Milvio, en Roma, como símbolo de su eterno amor. La idea se ha multiplicado como una plaga, ya digo, y por todas partes, donde quiera que haya puentes, se anudan cientos, miles de candados, empeñados en proclamar la vigencia de esa cosa tan antigua y decadente que es el amor.
            Cuenca tiene uno de los puentes más espectaculares y, por ello, atractivos para que en sus elementos de hierro se coloquen candados; algunos prefieren un espacio aislado, para que su candado esté en solitario, pero otros no tienen inconveniente en irlos acumulando hasta formar un llamativo rosario que hacen ahora del puente de San Pablo, centenario ya, maravilloso siempre, desafío etéreo a la volatilidad de la hoz del Huécar por donde el aire limpio tremola sobre los chopos, un grandioso símbolo de esta ciudad.
            En París, por lo que he leído, están muy preocupados porque en algunos de sus puentes es tal el peso acumulado que pone en peligro su resistencia. No creo que en Cuenca llegue la sangre al río; el puente de San Pablo, que ha sorteado no pocos riesgos y ventoleras, aún puede recibir bastantes candados más, para placer de las parejas que hasta aquí llegan y desconcierto de quienes, como siempre, mueven la cabeza no entendiendo lo que está pasando. Y así, sencillamente, el puente es ahora también un símbolo concreto del amor.
            Solo una cosa me tiene mosqueado. El rito dice que los enamorados, una vez colocado el candado y tenerlo bien cerrado, deben arrojar la llave lejos, para que nadie la encuentre y pueda abrirlo. Pero no veo por ningún sitio las llaves de esos candados. Si alguno se las lleva en el bolsillo eso es trampa, porque luego puede regresar y romper así el hechizo amoroso, formalizado, ay, con voluntad de eterna duración.



miércoles, 10 de septiembre de 2014

JOSEF ALBERS EN EL MUSEO DE ARTE ABSTRACTO

            
             Aún quedan unos cuantos días (no muchos, hasta el 5 de octubre), menos aún descontados los que corresponden a la insumisión social que suele acompañar a las corridas de vaquilla, para poder disfrutar en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca de la espléndida colección dedicada a Josef Alberts, calificada en el momento inaugural como el resultado de una obra pausada, estudiada al milímetro en cada paso del grabado, repleta de pruebas de color y, sobre todo, metódica.
            La exposición, como es natural, ocupa la planta baja del edificio, la dedicada a las muestras temporales, ese espacio íntimo que siempre resulta acogedor, en el que el visitante se siente perfectamente a gusto, por lo común sin agobios de otras personas dispuestas a pelear por un hueco para ver apenas durante unos segundos el objeto de sus miradas. Aunque los tópicos suelen ser siempre arriesgados, en este caso es correcto decir, como en alguna ocasión se ha hecho, que estar ahí, ante la obra de Albers, es como entrar en su propio taller, conocer sus vivencias y sensaciones, seguir paso a paso la evolución de su trabajo. Un viaje al interior del taller del artista, se dijo, y es cierto.
            Josef Alberts (1888-1976) era, por lo que nos cuentan los especialistas y estudiosos de su obra, extraordinariamente minucioso en la elaboración de sus trabajos. Nada de seguir ese impulso creativo espontáneo, casi brutal, que deriva en un impacto visual. Por el contrario, nos cuentan, trabajaba con absoluta dedicación antes de acometer el proceso real de construcción, estudiando los múltiples aspectos y caminos por los que podría orientar el desarrollo efectivo de la obra de un genio que no cree en la improvisación (tampoco en la inspiración), sino en el trabajo. Por eso en esta exposición tienen tanto interés los bocetos que nos permiten aprehender las distintas etapas de ese proceso creativo, incluyendo las dudas ante las que se enfrenta el creador hasta decidirse por una opción concreta. Eso queda patente en las 103 piezas que vienen a ser como el escaparate donde se refleja la intimidad de un artista, en ocasiones en severos tonos blancos y negros, otros dejándose llevar por la exuberancia del color.

            Lo dicho: quedan pocos días para disfrutar de esta maravilla y deberían aprovecharse.

lunes, 8 de septiembre de 2014

NOTICIA DE LEÓN LÓPEZ Y ESPILA


        
Del fondo del cajón donde descansan tantos misterios literarios (de otro tipo también, pero aquí nos interesa ese sector de la Cultura), José Antonio Silva ha rescatado, con la minuciosa precisión que caracteriza su trabajo, una figura sorprendente, apenas conocida en su tierra natal, Cuenca, aunque ha merecido la atención de varios estudiosos de la única obra de León López y Espila (San Clemente, 1799), un texto sorprendente que responde al título alambicado de Los cristianos de Calomarde y el renegado por fuerza, publicado por primera vez en 1835.
            Se trata de un libro de memorias personales y, por tanto, autobiográfico. El propio autor enfatiza que no ha pretendido llevar a cabo ninguna invención fantasiosa de corte literario sino exponer lisa y llanamente sus propias experiencias, a través de una serie de acontecimientos que tienen más de novela de aventuras que de cualquier otra cosa, como quizá corresponde a la turbulenta España que le tocó vivir. López y Espila era, como dice Silva “un apacible rentista” manchego, que vivía en su villa natal entregado a las actividades económicas propias de un rico hacendado del campo, sin mostrar otro tipo de preocupaciones hasta que surgió ante él, como en tantísimos otros casos, la necesidad de elegir una opción política y se inclinó por la vía constitucional. Por donde quiera que nos acerquemos a la permanente convulsión que nos azota desde hace dos siglos encontraremos siempre una de las dos Españas intentando helar el corazón de la otra mitad. El regreso de Fernando VII al país, tras la guerra de la Independencia, eliminó la breve Constitución de 1812 sustituida por el gobierno personalista, absoluto, del rey y sus amigos, oscuro periodo interrumpido a su vez, brevemente, por el Trienio Liberal (1820-1823) que durante tan corto espacio de tiempo intentó recuperar la vía constitucionalista que el propio monarca juró asumir de buen grado. Iluso sueño, frustrado no solo rápidamente, sino también con total ferocidad. La reacción cayó de bruces sobre quienes, como López y Espila, se manifestó a favor del sistema por lo que, a la caída de éste, fue víctima de la conveniente represión que le llevó primero a la huida a Granada y posteriormente a Marruecos y Francia. Este es el periplo, ciertamente aventurero, angustioso en muchas ocasiones, que relata en su obra y en la que, junto a la narración de sus experiencias y desventuras, incorpora observaciones del máximo interés sobre la forma de vida los marroquíes pero también sobre las circunstancias políticas y religiosas en que se desenvolvía el siempre complejo país español, lo que explica el alambicado título, seguramente incomprensible para nosotros, pero con las necesarias claves explícitas para el lector de su tiempo.
            El texto se acompaña de un expresivo estudio introductorio de José Antonio Silva, en que con suma claridad sitúa la época, los acontecimientos y los datos necesarios para aprehender las circunstancias del momento, antes de dar paso a la obra de López y Espila, cuya lectura es sumamente cómoda y agradable. Se trata, pues, de una recuperación verdaderamente valiosa que pone en primera línea de interés la figura de un ciudadano conquense maltratado por la realidad política pero que dio el paso de contar su experiencia y dejarla plasmada en letras impresas. Para valorar debidamente la importancia de esta recuperación, basta señalar que en el voluminoso, exhaustivo y detallista Diccionario biográfico del Trienio Liberal, dirigido por Alberto Gil Novales (Madrid, 1991), entre miles de menciones, no aparece el nombre de López y Espila, a quien corresponde, desde luego, un lugar notable entre los españoles que asumieron, en momentos difíciles, la defensa de los valores constitucionales.

LOS CRISTIANOS DE CALOMARDE Y EL RENEGADO POR FUERZA
León López y Espila. Estudio de José Antonio Silva Herranz.
Cuenca, 2014. Diputación Provincial



martes, 2 de septiembre de 2014

EL MUSEO QUE CUENCA NO TIENE


            Con el lógico y necesario interés leo las noticias municipales que adelantan el desbloqueo de las gestiones para reanudar las obras de reconstrucción y remodelación de la Casa del Corregidor, una de esas empresas prioritarias desde hace décadas y siempre en situación de stand by, acompañada de periódicas declaraciones sobre la próxima ejecución real de los trabajos. Parece –toquemos madera, por si acaso- que ahora las cosas van en serio en cuanto que hay disponibilidad económica, acuerdos entre instituciones (esa rara avis que nos está conduciendo a situaciones esperpénticas) y plazos comprometidos.
            Todo parece ir viento en popa, a vela moderada, pero suficiente para que el proceso vaya adelante. Sin embargo, en este largo caminar, en el que intervienen muchas manos y se producen algunos olvidos, surge uno de ellos que motiva este comentario. Porque en las recientes declaraciones de la concejala de Cultura y portavoz del equipo de gobierno municipal, al hablar del destino futuro del edificio, una vez restaurado, menciona su destino principal, el de Archivo Municipal para el que fue concebida y diseñada esta obra de restauración, a la que se acompaña ahora la afirmación de situar ahí las oficinas del Consorcio Ciudad de Cuenca, cosa nueva y no contemplada en el plan inicial. Sin discutir esta atribución (pese a que podría ser discutida, naturalmente) sí prefiero aludir a otra cuestión que ahora parece olvidada: el Museo de Historia de la Ciudad, que sí se mencionaba expresamente en el procedimiento original y que ahora, por razones que ignoro, ha desaparecido sin motivos pese a que sigue siendo totalmente necesario una instalación de ese tipo.
            Siempre he pensado (con motivos suficientes) que los concejales de las últimas hornadas se han distinguido por mostrar de manera reiterada un profundo desconocimiento de la historia de esta ciudad y especialmente de la enorme riqueza, complejidad y variedad de los elementos que son propiedad del Ayuntamiento y que permanecen rigurosamente guardados en el más absoluto desconocimiento. Cualquier ciudad que se precie (y las hay a docenas) tiene abierto un Museo de su propia Historia que suele tener un amplio interés para los visitantes pero, sobre todo, es una lección permanente para que los propios ciudadanos, adultos y jóvenes, sepan dónde vivimos, de dónde venimos y cuáles son los elementos básicos que componen la esencia de la ciudad. Eso, en Cuenca, se ve complementado por la ingente cantidad de documentos y objetos que podrían formar parte de esa exposición permanente y aleccionadora.

            El Museo de Historia de la Ciudad es complemento adecuado y necesario del Archivo Municipal. Y si el actual Ayuntamiento lo ignora, lo único que se hace es prolongar la solución del caso, para que otra corporación más sensible caiga en la cuenta de la conveniencia de instalar tal Museo, aunque sea en otro local y no en el que debe ocupar por naturaleza, que no es otro que la Casa del Corregidor.

VOLVIERON LOS GIGANTES A LA PLAZA MAYOR



            Toda una generación ha crecido sin conocer la imagen de Gigantes y Cabezudos danzando por la Plaza Mayor de Cuenca. Ni los más viejos del lugar recuerdan cuándo fue la última vez que sucedió tal cosa, pero sí que los niños han ido creciendo sin conocer semejante espectáculo. Pocos niños había este sábado festivo para quedar asombrados (algunos, también, con un poco de miedo en el cuerpo) ante la visión de esas figuras desproporcionadas, bien por el desmesurado tamaño de sus cuerpos o por las abrumadoras cabezas sobre unos pies diminutos. Había, en cambio, bastantes turistas un tanto mañaneros, desconcertados por lo inesperado, la llegada sorpresiva de las dos parejas de reyes, cristianos unos, musulmanes los otros, emparejados en el lento y elegante caminar, sin enfrentarse con violencia y sin que ninguno decida degollar al de al lado, como por desgracia a veces ocurre en la realidad de los humanos.
            Han vuelto los gigantes y los cabezudos al casco antiguo de Cuenca, su ámbito natural, donde surgieron, nadie sabe cuándo. La tradición de estas figuras se remonta a la Edad Media y, al parecer, cobraron forma inicialmente en el antiguo reino de Navarra, pasando luego a Cataluña y de ahí fueron tomando carta de naturaleza en Castilla, hasta arraigar también en la América hispana, donde tantas cosas de por aquí han ido creciendo y, quizá, manteniéndose con más fuerza que en el origen. Del significado de los gigantes y cabezudos en Cuenca quien más sabe es José Luis Lucas Aledón, que ha dedicado al tema muy bonitos y creativos trabajos, llenos de imaginación y poesía, como en él es habitual. Pues está claro que con estas figuras, tan estrambóticas y, sin embargo, cercanas, amistosas, que invitan a transitar por un mundo de fantasía, todas las maravillas son posibles.
            Estos gigantes y cabezudos, de parsimonioso caminar al son de la dulzaina y el tamboril de los chicos de Tiruraina no se entretienen en perseguir, menos aún azotar, a los espectadores de su paso, quizá porque son conscientes de que a estas alturas del mundo abundan las suspicacias y escasea el sentido del humor, de manera que por menos que te doy un escobazo alguien se puede mosquear innecesariamente. Una bonita danza en la Anteplaza, otra ante la catedral y luego calle de San Pedro arriba, van los gigantes y los cabezudos de Cuenca recreando la magia de un tiempo ido que solo reverdece al compás de las fiestas patronales. Y no es poco, cabría decir, porque estas son las cosas valiosas que una ciudad desconcertante como la nuestra puede olvidar en cualquier momento. Hasta que alguien las recuerda y recupera. Como esta presencia ancestral de los gigantes y cabezudos en el corazón de la ciudad.