sábado, 22 de noviembre de 2014

LA MARQUESA DE MOYA


  
Los tertulianos que participan en la conversación, hacia la medianoche del viernes, en el canal 24 horas de TVE se rasgan las vestiduras por el penoso espectáculo ofrecido a través de todas las cadenas con lo que, por resumir, califican como un exagerado culto a la personalidad de la duquesa de Alba, espectáculo necrofílico en el que se regodean las cámaras, satisfaciendo así la malsana curiosidad de millones de ciudadanos desocupados, atentos a las pantallas. Los tertulianos, prudentes (al fin y al cabo, no se debe morder la mano que te da de comer o, al menos, sustanciosas propinas), no dicen ni media palabra acerca de que la cadena más destacada en esta vergonzosa exhibición de miserias ha sido precisamente La Primera, con una conexión permanente durante toda la mañana para mostrar el dolorido sentir de los sevillanos y los familiares de la difunta, en cuya descarnadura se regodean horas y horas. Entre ellos, encabezando el duelo, está naturalmente el viudo, que nunca pudo exhibir el título de duque consorte porque los herederos naturales tuvieron buen cuidado de prevenir posibles alegrías finales de la octogenaria cuando decidió llevar a cabo su último matrimonio. El duque de verdad, el heredero directo del título, permanece prudente y silencioso, que no es hombre de alharacas, festejos ni exhibiciones populares, como si no fuera hijo de su dicharachera madre. Carlos, se llama, y además de recibir los honores inherentes al ducado de Alba (por cierto: en los reportajes nunca aparece para nada la cuna del emporio, el bello pueblo de Alba de Tormes) acumulará entre otros muchos más uno en apariencia insignificante, pero cargado de un enorme simbolismo: será el vigésimo primer marqués de Moya y, con ello, asumirá también la propiedad de un cuantioso patrimonio forestal que cubre amplísimos espacios de la Serranía de Cuenca, en el que se inscribe, como símbolo siempre visible de a qué triste final conducen las vanidades de este mundo, la misma villa que da nombre al territorio y su espectacular castillo, varado en lo alto de un atrevido farallón rocoso que domina todo el valle circundante. Que yo recuerde, Cayetana Fitz-James Stuart sólo vino una vez a Moya, en un día memorable para las gentes del marquesado, allá por 1965, mereciendo un cálido recibimiento e incluso una especie de pregón en verso a cargo de Federico Muelas, texto que, creo, no se conserva en ningún sitio. Después de aquel desahogo, la marquesa se retiró a sus otros dominios, sin duda más placenteros y estimulantes para su animoso carácter que las vetustas ruinas de una villa venida a menos y en la que, con total seguridad, no habrán flameado pendones de luto en las desmochadas almenas de su fortaleza como hubiera ocurrido en tiempos más venturosos. Mientras, cada lunes, por esas mismas pantallas de la TV a que aludía al principio, el sobrio Andrés de Cabrera y la sacrificada Beatriz de Bobadilla, los primeros marqueses de Moya, lidian como pueden con los conflictos que sus señores, los Reyes Católicos van enhebrando un día tras otro y a los que ellos, fieles servidores, van poniendo parches con la benemérita intención de poder articular un estado tan frágil como apetecible para las ambiciones ajenas. Allí empezó todo, incluido uno de los títulos nobiliarios más antiguos de España, con la notable aportación de que nunca ha habido interrupción en su línea sucesoria.


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