Zubin Mehta se ha despedido de Valencia, entre sollozos y
aclamaciones, con una frase lapidaria que ha sido acogida jubilosamente por la
afición: "Si van bajando el presupuesto año tras año, el Palau acabará
siendo un teatro de provincias”. Y, naturalmente, la afición valencianista a la
música y la ópera no ve bien que su Palau quede reducido a la categoría de
teatro provinciano.
Probablemente
todo el mundo sabe quien es Zubin Mehta, aunque sea por haberlo visto alguna
vez a través de TV dirigiendo el concierto de Año Nuevo en Viena. Hablamos de
uno de los más grandes (y, a la vez, espectaculares) directores musicales de la
actualidad, con una carrera de prestigio, acuñada a través de premios, actuaciones
memorables y responsabilidad en grandes orquestas de todo el mundo. La última
ocupación de Mehta durante estos años recientes ha sido estar al frente del
Palau de les Arts, en Valencia, del que acaba de despedirse entre llantos y
doloridas declaraciones. Para dirigir un teatro como el Palau hacen falta
varias condiciones, incluyendo inteligencia, buen gusto y capacidad personales
pero también, y sobre todo lo demás, dinero, mucho dinero. Justamente lo que ha
empezado a faltar desde que en el horizonte económico español apareció un
asunto llamado crisis, complicado en la comunidad levantina con situaciones
bien conocidas en forma de despilfarro faraónico, del que es un buen ejemplo el
famoso Palau (en situación técnica complicada por haber sido encomendada su
construcción al dichoso Calatrava), concebido a la mayor gloria del esperpento
político en el disparatado afán de competir con los dos grandes centros
musicales españoles, el Teatro Real de Madrid y el Liceo barcelonés.
Al cabo, todo ese montaje de cartón
piedra se ha venido abajo, a medida que los financiadores y aportadores de
fondos han ido reduciendo el dinero puesto a disposición de quien estaba en
condiciones de gastar todo lo que tuviera y más. Ha sido entonces, al
despedirse de los valencianos, tras haber regalado a la afición un grandioso
“Turandot”, cuando Mehta ha dicho eso del teatro de provincias, una frase
peyorativa e injusta, que viene a plantear sobre el papel un tema viejísimo, la
diferencia que hay entre planteamientos de oropel y apariencia fastuosa
amparados por la abundancia de dinero y la que surge del esfuerzo discreto,
honesto, con medios muy limitados. El primer caso se circunscribe no solo a muy
escasas ciudades en el mundo, sino también a un público seleccionado en función
de su propia capacidad personal para obtener las entradas que se le ofrecen, a
precios asequibles a muy pocos. El segundo es el que ha permitido que un país
como España haya podido pasar, en apenas un cuarto de siglo, de una carencia
total de espacios escénicos y musicales a disponer de una razonable red a la
que pueden acceder millones de ciudadanos a precios asumibles. Es, otra vez,
como siempre, la distinción entre cultura elitista y cultura popular, la que
unos pocos querrían reservarse sólo para sí mismos y la que otros pretenden
-pretendemos- extender hasta los últimos rincones de este desconcertante y
desconcertado país.
Zubin Mehta (y otros artistas
parecidos) está en su derecho de proclamar los intereses que defiende, entre
otros motivos porque de eso vive y sin duda está muy a gusto con los salarios
millonarios que percibe, pero ello no debería llevarle a infravalorar o
despreciar el enorme papel que los teatros de provincias han desarrollado en
todo el mundo y singularmente en España para sacar la cultura del ostracismo en
que estuvo durante un largo periodo. Hay detrás un largo camino de esfuerzos,
voluntades, capacidades e iniciativas para conseguir que aquello que parecía
ser un privilegio reservado a las grandes ciudades o a espectadores potentados
pueda llegar a rincones mucho más modestos, desde luego, a un público no
siempre capaz de reconocer la oferta que se pone a su disposición pero
merecedor, en su conjunto, de que los bienes de la cultura lleguen a ser
asequibles en las provincias, esos lugares sencillos, apacibles y en muchas
ocasiones olvidados de las manos de los seres humanos. Ser un teatro de (o en)
provincias no es, en forma alguna, un demérito sino un timbre de orgullo y
dignidad. Sin oropeles, sin fantasmadas ni brindis al sol. Sí con la sencilla
dignidad de prestar un servicio a la comunidad.
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