Una de las cuestiones eternas que
envuelve los asuntos relacionados con el mundo de las letras (o sea, con el
mundo en general) es el de ese lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiso
acordarse Cervantes para situar el punto de origen, el lugar de nacimiento y
residencia del extraordinario personaje al que dio vida literaria y corporeidad
visual. El asunto, que no mereció especial interés para los curiosos de la
época, acostumbrados, desde luego, a los juegos e invenciones de sus
contemporáneos, ha ido desarrollándose de manera progresiva en los dos últimos
siglos, hasta dar origen a un auténtico género de la investigación, el de
adivinar (intentarlo) cual fue ese punto, ese lugar, manchego, por supuesto, en
que Don Quijote tenía fijada su residencia.
La última
guinda la ha puesto sobre el papel el investigador conquense José Manuel Ortega
Cézar, experto en la figura y la obra de Jorge Manrique (hace unos meses
pronunció en Cuenca una interesante conferencia sobre este tema) al presentar
entre las candidaturas el nombre de Santa María del Campo Rus, referencia a la
que llega a través, precisamente, del estudio de la personalidad del
poeta-soldado, cuyo cuerpo fue a morir allí, a este lugar próximo a San
Clemente, en 1479, tras ser mortalmente herido en el asalto al Castillo de
Garcimuñoz.
El trabajo
de Ortega Cézar, publicado en las páginas culturales del diario ABC, se inicia
rastreando la posible influencia de Manrique en Cervantes, encontrando algunas
curiosas alusiones que demuestran no solo que éste conocía perfectamente la
obra de aquel sino que en su novela introduce elementos que aluden de manera
muy clara a versos y conceptos manriqueños. Siguiendo esta pista, Ortega
elucubra con la posibilidad de que Cervantes, recaudador de contribuciones
reales y por ello viajero constante por el territorio que tenía asignado
llegara a Santa María del Campo y encontrara allí no solo el lugar concreto, la
casa, en que murió Manrique, sino inspiración suficiente para situar allí el
origen de las aventuras quijotescas.
Como todas
las hipótesis que carecen de soporte documental, esta se mantiene, por ahora,
solo en ese nivel, el de una teoría más próxima a la invención literaria que de
la realidad histórica, pero eso no impide encontrarla acompañada del suficiente
atractivo como para asumirla, al menos hasta que otra venga a sustituirla. Y
ello desde la casi total seguridad, de que nunca podremos saber, con precisión
incontestable, cual fue aquel lugar de la Mancha del que Cervantes no quiso
dejar ni rastro de su nombre.
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