No es fácil ser un escritor muerto y seguir estando en candelero. Tal cosa sucede solo con los grandes nombres, capaces de seguir siendo actuales de manera permanente, pero a esa nómina pertenecen muy pocos, a los que se adjudica, con razón, el título de “inmortales”, con Cervantes a la cabeza y sólo algunos más. En el otro índice se encuentran cientos, miles, incontables nombres de los que nadie se acuerda y solo algunos de ellos, muy pocos (García Lorca, Machado, Juan Ramón) reaparecen de manera periódica con algún motivo, personal o literario, mientras que otros, la mayoría permanecen en el olvido secular, reducidos apenas a una mención, una línea o dos, en las historias literarias. Y eso incluye a autores que, en su momento, ocuparon páginas y espacios constantes. ¿Recuerdan, por ejemplo, a Camilo José Cela? Es, quizá, el caso más espectacular de alguien que ha sido borrado de la memoria colectiva.
César
González-Ruano se encuentra en el extremo contrario, envuelto en un aura
permanente de actualidad, que lo extrae periódicamente de la silenciosa tumba
en que descansa para volver a ponerlo en el primer plano de la curiosidad, el
análisis, la polémica. Ciertamente, su vida, una personalidad ambivalente,
difusa en sus líneas, apasionante y contradictoria, ofrece suficientes aristas
para el atractivo; más aún, para el morboso acercamiento a quien fue,
voluntaria o inconscientemente, motivo de curiosidad para el gran público.
Estamos ante el que, con toda probabilidad, es el gran articulista de la
posguerra española y en ese género, el del artículo periodístico, alcanzó la
cima de la expresión literaria, que se concreta en el arte de hacer, en apenas
un folio o cincuenta líneas, una obra de arte. Los artículos de César son de
una maestría expresiva en la que el lenguaje muestra en toda su generosidad
cómo es posible acariciarlo para extraer de él sensaciones y matices al alcance
de muy pocos escritores.
Pero
González-Ruano fue, también, un personaje polémico, en su vida privada y en su
actividad pública y eso es lo que ha interesado a quienes acaban de poner en
las librerías César González-Ruano y los
judíos en el París ocupado (Anagrama), escrito por Rosa Sala Rose y Plácid
García-Planas. No se trata, por tanto -y los autores lo declaran abiertamente
en su presentación- de un trabajo sobre la totalidad vital del protagonista y
tampoco un estudio de su obra literaria, sino una “inmersión total” en tres
años marcados por las confusas sombras y las temblorosas luces que corresponden
a la estancia del escritor en París entre 1940 y 1943, esto es, en el tramo
inicial de la II guerra mundial, cuando la capital francesa estaba ocupada por
los alemanes de Hitler. Un periodo que, como es obvio, no tiene nada que ver
con Cuenca y que, desde esa óptica, carecería de interés localista para
nosotros si no fuera porque a continuación, no mucho después de su regreso a
España, César pasaría a ser ciudadano intermitente de esta ciudad levítica, a
la que también agitó como una tempestad y a la que ayudó a entrar en eso que
llamamos modernidad.
(En el grabado, González-Ruano visto por Goñi con fondo de Cuenca).
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