Está a punto de terminar un regalo (vence el
próximo 12 mayo) y conviene avisar a los despistados o retardados que la fiesta
se acaba. Gira en torno a un nombre, cuyo sonido es en sí mismo suficiente para
estremecernos: Picasso. Él sólo llena toda una época del arte mundial, en el
que sigue siendo una referencia imprescindible cuando hay pasado ya cuarenta
años de su muerte. Pues bien: Pablo Picasso está ahora y todavía en Cuenca, por
medio de una excelente, impresionante (caben todos los adjetivos) exposición
que cubre la sala temporal del Museo de Arte Abstracto.
Pablo Picasso (Málaga, 1881 – Mougins, Francis,
1973) ha llenado miles de páginas en todo tipo de publicaciones y no parece
necesario seguir insistiendo aquí en facetas de su personalidad bien conocidas.
Diré solo alguna palabra sobre el tema elegido para esta muestra conquense,
articulada en torno a los grabados, de los que el artista llegó a producir más
de dos mil diferentes, alguno de ellos tan emblemático y difundido como La Minotauromachie (La Minotauromaquia), del
año 1935. La actividad multiforme del maestro, cuya capacidad de trabajo
resulta verdaderamente sorprendente, se orientó con predilección hacia la
estampación y en ese género llegó a elaborar auténticas obras maestras que, por
otro lado, reflejan muy bien las diversas etapas creativas del artista
malagueño, desde el expresionismo inicial hasta el cubismo, pasando por las
etapas azul y rosa.
Los grabados expuestos en Cuenca proceden de los
fondos propios de la Fundación March y de una colección particular y comprende,
además de la pieza ya citada, que forma como el eje central de la muestra,
otras dos obras de la misma pieza y un grupo de 28 aguafuertes fechados entre
1904 y 1915, una técnica muy querida por el artista en su etapa inicial, aunque
en realidad mostró interés por todas las técnicas del grabado, en las que
experimentó de manera incansable.
Pasear por la pequeña pero siempre acogedora sala
temporal del Museo de Arte Abstracto, en un ambiente que nunca llega a ser
agobiante de público, ofrece la posibilidad de mirar cara a cara, de frente y
de cerca, la obra ingente y multivariada de un hombre apasionado, un creador en
toda la extensión de la palabra, sensible en ocasiones, exuberante en otra,
generoso siempre para dar salida a un mundo inmenso de sensaciones, imaginativo
como pocos. Nunca cansa ver la obra de Picasso. Nunca se tiene la idea de haber
visto repetida alguna de esas imágenes, siempre novedosas y agradecidas. Las
hay dramáticas, duras como la vida misma, eróticas, abstractas, de todo, como
corresponde a un genio creador. Y es, en conjunto, una delicia para las
emociones. Lástima que se la lleven, cumplido el plazo de la exposición. Pero
aún puede verse y disfrutar, al menos por unos pocos días más.
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