lunes, 6 de mayo de 2013

CIEN AÑOS DESPUÉS DEL ERROR JUDICIAL


     Está pasando en total silencio una fecha singular, el centenario de un suceso que aparece inscrito en los anales de la justicia española como uno de los casos más vergonzosos jamás producidos: la condena inicial de León Sánchez Gascón y Gregorio Valero Contreras, por el presunto asesinato del pastor José María Grimaldos, en el término de Osa de la Vega. El caso arranca en 1910, cuando Grimaldos desaparece y se abre un sumario investigador, que se cierra al año siguiente por falta de pruebas para poder atribuir ningún delito a nadie. Así estaban las cosas, envuelta en rumores, que siempre abundan, cuando en enero de 1913 aterriza en Belmonte un nuevo juez de instrucción, Emilio de Isasa Echenique, primerizo en estas lides judiciales y con ganas de conseguir notoriedad. En un distrito judicial en el que se producían pocos hechos destacables, el juez encuentra este sumario inconcluso y ve una excelente oportunidad, teniendo en cuenta la existencia de una presión popular y política ansiosa de impartir ejemplaridad a cualquier precio.

            En abril, el juez decide reabrir el sumario y apunta con su dedo acusador a dos vecinos de Osa de la Vega, a quienes ya señalaba la rumorología popular como presuntos responsables de la desaparición de Grimaldos. Ciego y sordo a cualquier evidencia objetiva, Isasa asumió desde el primer momento que Valero y Sánchez eran culpables. En ningún paso del procedimiento se insinúa siquiera la posibilidad de la presunción de inocencia. De esa manera, la instrucción aparece claramente dirigida no a encontrar la verdad sino a conseguir la declaración inculpatoria de los dos acusados, que resultaron víctimas de su propia debilidad moral, fácil presa de unos interrogatorios brutales, a los que no pudieron resistir ni física ni mentalmente.

La instrucción, carente de cualquier garantía jurídica, sólo tenía una finalidad; los interrogatorios fueron siempre a puerta cerrada, los acusados no pudieran contar con una defensa coherente puestos en mano de abogados de oficio condicionados por el juez, la tortura fue un elemento habitual en el proceso. Ante el empeño judicial en encontrar culpables a toda costa, quienes tenían algo que decir prefirieron callar prudentemente antes que enfrentarse a la poderosa corriente oficial. En esta línea de disparates acumulados, se olvidó por completo el hecho clamoroso de que no existía cadáver. Fue suficiente con que los acusados reconocieran su crimen.

Y así, el 1 de mayo de 1913, Valero y Sánchez fueron condenados a muerte por el asesinato de Grimaldos. Recurrida la sentencia, en 1918 la Audiencia Provincial redujo el castigo a 18 años de prisión. En 1926, el presunto muerto aparece, vivito y coleando, en el pueblo de Mira, donde estaba preparando su matrimonio. El escándalo alcanzó dimensiones considerables, porque a todos tembló el ánimo al pensar qué hubiera pasado si los dos presuntos culpables hubieran sido ejecutados, como pretendía el juez Isasa, de tan terrible intervención, ahora hace cien años justos.

    

 

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