Entre mis más firmes recuerdos infantiles, esos que no se
diluyen ni enturbian nunca, pese al avance del tiempo, se encuentra la figura
de Pinocho, aquel niño de madera cuya nariz crecía a tropezones al compás de
las mentiras que salían de su boca. Entonces yo no sabía, como ahora se, que el Diccionario de la Lengua recogería ese término como originario de Cuenca, donde la palabreja ha estado secularmente vinculada a la población arbórea serrana, pues un pinocho no es otra cosa que un aprendiz de pino. No se si las andanzas de aquella marioneta
articulada surgida de la imaginación de Carlo Collodi a finales del siglo XIX
llegaron a tener directa influencia en quienes entonces éramos niños, pero sí
se, con total seguridad, que fuimos educados en la convicción de que en
nuestros actos, en aquel presente y en el futuro, deberíamos ser honestos,
sinceros y verdaderos. Creo que algo de eso se mantiene aún en algunas culturas
contemporáneas que mantienen incontaminada su primitiva inocencia. Disfruto mucho con las películas americanas, casi siempre
vinculadas a juicios, en los que se muestran esfuerzos considerables por
perseguir la verdad a toda cosa, buscándola en los más escondidos rincones de
los entresijos de los comportamientos humanos. Cierto que también en esas
películas, y en otras, circulan por la pantalla considerables ejemplos de felones
y malandrines ejercitándose en hacer lo contrario, pero tengo el convencimiento
íntimo de que todos (casi todos) los espectadores nos sentimos conmovidos
cuando el héroe de turno proclama su apelación sincera a favor del predominio
de la verdad a toda costa, aunque pueda resultar perjudicial para sus intereses
personales. En esas cosas, y en otras parecidas, pienso cuando asisto, como
tantos otros, al desfile constante de individuos de ambos sexos, de diversa
extracción social y variada catadura física, que de manera absolutamente
impávida, sin alterar lo más mínimo la expresión ni temblarle la voz emiten
mediante su discurso las más sonoras falsedades sin sentir, ni remotamente, la
llamada del arrepentimiento. Pueden hacerlo, además, porque a ninguno de ellos
les crece la nariz y es una pena: sería un bonito espectáculo ir por la calle,
ver la TV o asistir a algún acto público y encontrarnos cómo a unos y otros les
iban modificando de manera espontánea las dimensiones de sus narices. Un
periódico alemán mantiene en sus páginas una desinhibida sección en la que cada
día elige al Pinocho de la jornada. El martes pasado, la elección recayó en un
español, cuyo nombre dejo al albur, a ver si algún lector de estas líneas adivina quien es el
más mentiroso de entre todos nosotros. Es fácil, aunque no le ha crecido la
nariz, que sería signo distintivo indisimulado de su catadura moral.
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