sábado, 21 de abril de 2012

Lamentos sin paño de lágrimas

           En su artículo semanal en El País, Javier Marías lanza una andanada sin paliativos sobre lo que viene sucediendo en Soria en los últimos años. Hay que decir, previamente, que el escritor reside –residía- parcialmente en esa ciudad castellana, en la que pasaba largas temporadas, incluso, como él mismo dice, escribiendo sus últimas cuatro novelas. Javier Marías se ha cansado de Soria y la abandona. Los motivos los explica en su artículo pero se pueden reducir a uno solo: la ciudad, que como todas las pequeñas del interior, ganó fama y consideración por ser un lugar apacible, sereno, alejado del mundanal ruido propio de las grandes urbes, un espacio donde, como ahora se suele decir, es posible disfrutar de calidad de vida, se ha transformado en todo lo contrario: “Si antes Soria era un lugar singular, decoroso y digno y con enorme encanto, ahora -cómo decirlo-, con su valencianización permanente se ha convertido en un sitio vulgar, como cualquier otro”. El ruido es una constante, a todas horas y en todos sitios; las fiestas, también ruidosísimas, se prolongan y suceden unas a otras, como si no hubiera otra cosa que hacer; actividades presuntamente lúdicas ocupan las calles convirtiéndolas en cotos cerrados para unos cuantos… Para qué seguir. Quien tenga curiosidad puede buscar el artículo en la última página de El País Semanal del 15 de abril. El comentario nos debe llevar -a mí, al menos- a considerar similares circunstancias en un sitio que conocemos bien, llamado Cuenca (por cierto, la alternativa que se le ofrecía a Antonio Machado a la hora de elegir destino docente: se decantó por Soria y así el Duero le ganó al Júcar la partida poética).

            Por sencilla casualidad, estos días, buscando otra cosa, he ido a parar a una página del Diario de Cuenca del 11 de agosto de 1965 en la que se reproduce un artículo publicado el día anterior por César González-Ruano en ABC y que en el fondo, no en la forma literaria, por supuesto, viene a ser un calco del que acaba de publicar Marías. Por entonces, como seguramente algunos recordarán todavía, César tenía residencia habitual en Cuenca, aquí pasaba largas temporadas y desde aquí, en una mesa fija en el café Colón, escribía, siempre a mano, sus artículos para la prensa madrileña. Ese día, González-Ruano echa pestes de lo que está pasando en la ciudad, singularmente de los ruidos, el alboroto, la falta de sensibilidad, la indiferencia por la conservación del entorno. Y apunta un detalle muy esclarecedor: “Yo creo que es problema de sensibilidad colectiva. Incomprensiblemente para los menos, son muchos más los que no sienten ninguna molestia por ruido que se haga. Creo que incluso están contentísimos”. A nadie le importó el lamento. Dos meses después, el escritor abandonó definitivamente Cuenca, acompañando su salida de otro artículo, un lamento melancólico, tristísimo, una página maestra del articulismo periodístico.

            No fue el único en actuar así. Se fue Lorenzo Goñi, lanzando un portazo estentóreo. Se fueron Bonifacio Alfonso y Julián Grau Santos. Dejaron de venir Guerrero, Miralles, Sempere, muchos de los artistas que hicieron de Cuenca una galería de artistas en sus calles y bares. Otros, como Zóbel y Saura aguantaron hasta el final, porque compartían su residencia conquense con otras ciudades europeas y quizá el purgatorio les resultaba así más leve. Y nadie más ha vuelto a radicarse aquí, recordando aquellas otras épocas. Pero, volviendo a las observaciones de Javier Marías, lo interesante es apreciar el completo desinterés que la ciudadanía en general muestra por la conservación de eso que se llama “calidad de vida”, que se supone vinculada a estas ciudades pequeñas, recoletas, tranquilas, apropiadas para la meditación, la escritura y el arte. Lejos de tal cosa, parece que existe una voluntad mayoritaria (que, en verdad, nadie acierta, no acertamos, a contrarrestar) por hacer exactamente lo contrario que se supone es lo razonable. Y si no, que se lo pregunten a esa legión de mozalbetes bien cargados de vino un domingo a las once de la mañana, subiendo en masa vociferante calle de Alfonso VIII arriba camino de la expansión colectiva en la Plaza Mayor. Eso, nos dirán mucho, es lo bueno y positivo. Y si alguien se va de la ciudad, pues que se vaya con viento fresco.




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